Y al jugador, que deje la vida por estos colores
Esta no es una mañana cualquiera. Despierto en la misma habitación de siempre, sobre la cama de todos los días. Aún tengo sueño, anoche no podía dormir.
Otro sábado más, uno de los cientos que he vivido desde que nací, pero diferente a todos, como el partido de hoy.
Y claro, he visto mil juegos antes, alentando en la misma grada con fervor cada quince días desde pequeño, como fui enseñado. El ritual es alterable, ya que disfruto de las duchas frías pero en invierno el agua caliente es la opción. Elijo una de las camisetas verdes a mi disposición, la que mejor me vibre, cabalísticamente hablando. Hay que portar el escudo con orgullo.
Un primer cruce de palabras con mi madre o mi hermano y el tema es el futbol, los nervios y la impaciencia. Que el día corra con las actividades cotidianas, la cabeza y el corazón están en mi segunda casa: un estadio de futbol que me ha visto crecer, llorar, cantar, gritar, abrazarme con extraños, ser feliz.
No veo la hora de que llegue el momento del partido. Uno como hincha vive los días y las horas previas administrando el dinero para el boleto de entrada, el transporte y algún alimento o bebida que alimente la tripa. Platica las posibilidades, organiza las cábalas puntuales, sueña con el triunfo, alienta bajo esa ducha fría, se observa los programas deportivos, recuerda las hazañas del pasado. El hincha vive con una esperanza la cual tiene 90 minutos de caducidad.
Hay cero ganancias pero el corazón se llena a tope y un resultado positivo puede traducirse en la armonía y la paz de una ciudad al día siguiente.
El hincha apuesta todo y solo pide una cosa: al jugador, que deje la vida por estos colores.