Nos vamos juntos, capitán

Era mayo del 2011. Yo tenía 19 años cumplidos y aún no tenía la más mínima idea de lo qué quería decir la gente cuándo decía que estaba arruinando mi vida. Para entonces había fracasado en mi segunda escuela preparatoria, y el futuro era un espacio ambiguo y nebuloso al que no había necesidad siquiera de voltear a ver.
No cabe duda: era un joven imberbe, engreído e ignorante, orgulloso y tonto. Era un 'Ni' (no llegaba a 'Nini' porque por lo menos trabajaba en el negocio familiar), pero sí tenía algo rescatable: tenía identidad.
En ese entonces (y quizás aún hoy) rechazaba los nacionalismos patrioteros y vulgares; rechazaba el discurso obvio y banal del amor incondicional a México y su perfección entre imperfecciones. Pero todo lo contrario me ocurría al hablar de mi tierra, de mi hogar. No creía entonces que León fuera la mejor ciudad del mundo, como no lo creo ahora, pero tenía algo que la hacía mejor que eso: era mía. Podía sentirla, tocarla, experimentarla como un joven insolente de 19 años que apenas aprende a respirar. Y también tenía al Club León.
Mi padre no es ferviente aficionado esmeralda y en mi familia nunca hubo esa pasión. No tuve un tío o un primo que me llevara desde niño al estadio, y en general crecí alejado del Nou Camp. Me gusta verlo como un cortejo más lento, romántico, que creció durante años, hasta que en la adolescencia explotó con una pasión insoportable y febril.
Para mayo del 2011, yo ya estaba perdidamente enamorado. Procuraba ahorrar lo poco que ganaba para asegurar por lo menos un viaje cada temporada, generalmente el clásico en Irapuato, donde debía alentar mientras esquivaba caguamazos en ese vestigio del siglo XX que apodan estadio Sergio León Chávez (lo digo con desprecio e hipocresía, porque el Nou Camp es idéntico y lo amo).
Pero a veces íbamos más lejos. Éramos 50 desconocidos metidos por horas en un autobús, todos vestidos de verde, cantando, tomando y fumando lo que se nos pusiera enfrente, conquistando lo que nos parecían pueblos precarios como Salamanca, La Piedad o Jasso, donde llegábamos groseros y altivos, cacareando los cinco títulos de liga que nos separaban de esas chusmas, a pesar de que ni siquiera nuestros padres habían nacido cuando se ganaron la mayoría de aquellos triunfos. Éramos los hijos de los dioses, perdidos en una división que no nos correspondía, pero donde sin lugar a dudas éramos los más grandes.
En ese contexto altanero y miserable estaba yo cuando llegó el Grupo Pachuca y todos repetían que las cosas serían diferentes “porque ellos sí sabían de futbol”, lo que sea que eso significara. Y en mayo de ese 2011, se anunciaron cuatro refuerzos llegados de Pachuca; cuatro jóvenes desconocidos que esperaban forjarse en la Liga de Ascenso para regresar a primera división. Y entre ellos estaba un Luis Montes de 25 años, pero aún con cara de niño, que todavía no lo sabía, pero cambiaría mi vida.
En ese entonces, el periódico y 'En el área' eran las únicas formas de seguir a la Fiera, y ahí comenzaba a aparecer más y más el nombre de ese talentoso volante apodado 'Chapo' que tenía desborde y un guante en su zurda de oro. Después, entre los viajes, las cervezas y los atracos a infortunados Oxxos a media carretera, yo mismo comencé a notar detrás de los goles de Maz, de las bicicletas de Burbano, de la velocidad de Loboa, que ese 'Chapo´ tenía algo.
Pasó un año y para 2012 Luis Montes ya me había enamorado. Vino el ascenso y el bicampeonato, el diez en su espalda, el mundial de 2014 y la desafortunada lesión que no solo le rompió la tibia y el peroné, sino que rompió además la fe de miles de jóvenes que nos proyectábamos en él y que hacíamos de sus logros nuestros logros, y de sus dolores nuestros dolores.
Pero lo superó, y lo superamos con él. Crecimos juntos, él en el campo, nosotros en la tribuna. Cada vez menos viajes, menos cerveza. Él volvía al campo, yo volvía a la escuela, primero la preparatoria, luego la universidad. Él se quedó sin Mundial, y yo, en mi propio partido, fallé en el examen de admisión a la carrera de periodismo en la Universidad de Guadalajara. Ambos nos quedamos en León y crecimos. Yo me gradué y comencé a trabajar, y él se graduó del futbol y se hizo el mejor futbolista de toda la Liga MX , dándole la octava estrella al equipo de su vida. Corrección, de nuestras vidas.
Así llegamos hasta hoy, enero de 2023. Vino el inevitable declive, y llega el momento de decir adiós. Debemos dimensionarlo como lo que es: esta noche se despide el diez de los últimos 11 años de nuestro Club León. Pregúntate, ¿quién eras hace 11 años? ¿Qué estabas haciendo?
Algunos sueñan que Luis Montes regresará, pero no es cierto. Ni él ni yo podemos volver a ese 2011, a los viajes en autobús, a los potreros de la Liga de Ascenso, a la juventud, a la soberbia, a ese sentimiento de que el mundo nos quedaba corto y que el futuro nunca llegaría. Hasta que llegó.
Así como Caifanes se escucha anacrónico tocando los mismos éxitos que los hicieron famosos hace 30 años, nosotros somos anacrónicos al escucharlos. Todo caduca, todo cambia. Pero al final, lo mismo que dijeron hace 30 años tiene sentido ahora: “Nos vamos juntos, haciendo viejos”. Quédate con eso, capitán, podemos irnos pero siempre juntos.