No te lo puedo explicar, porque no vas a entender
Pero voy a intentarlo. Explicártelo, a eso refiero. Y tengo que hacerlo desde mi propia piel, que lleva unas letras enormes en la parte de la espalda que dicen LEÓN.
Uno de esos regalos que me dio el futbol comenzó treinta minutos antes de que iniciara el juego, adquiriendo un boleto por debajo del precio oficial, gracias a una persona que le estaré agradecido por siempre. Por alguna circunstancia, tuve que volver a casa para salir a los minutos nuevamente, cinco exactamente antes de la hora del inicio.
El primero tanto lo viví a metros de entrar a la cancha. El policía que me revisaba advirtió mi desesperación y me dijo: “ándale, ve a festejar el gol”, mientras la puerta 5 explotaba a la fiel costumbre de corear y dale, y dale, y dale verde dale.
Medio embriagado, medio canábico, subí corriendo las escaleras para plantarme en la última bandeja de la zona de la barra, mi lugar predilecto de hace algunos años para reventarme la garganta y acalambrarme las piernas de tanto saltar. No pasaron más de cinco minutos y el segundo gol desató la euforia total. Me despojé de la camiseta y la revoleé, y a partir de ahí no hubo más silencio. Dos oficiales miraban de reojo el desborde de pasión del cual me encontraba preso. Desde pequeño, mi familia me educó de tal manera que ver un partido de futbol sentado y en paz sería como deshonrar el apellido. Así que no paré, con la boca seca y el corazón latiendo al compás de los bombos, cantando con esa inocente creencia de que los goles también los mete la afición.
El medio tiempo me permitió tomar aire, descansar, pero también pensar en todo esto que ahora escribo. Mi voz interna está todo el tiempo narrando lo que vivo, y en ese momento estaba sucediendo algo que jamás podré borrar: era una noche gloriosa. Pero no era totalmente perfecta. Había miles de aficionados que se vieron afectados por el precio de un boleto que, para muchos, representa incluso la mitad de un sueldo semanal. Yo incluso me vi forzado a gastar dinero que no debía, movido por una terrible enfermedad que algunos llaman pasión, y que yo, hasta ahora, no sé cómo llamarle.
¿A quién culpar de tener una semifinal de Concachampions con un estadio semivacío? Ni siquiera los aficionados rivales lograron tener una importante asistencia. Se respiraba un ambiente de partido amistoso al ver tantas butacas vacías. Pero era todo lo contrario. Hasta ese momento, era uno de los juegos más importantes que nuestro equipo había disputado en su historia, en toda su maravillosa historia. La directiva cometió un error, sí, pero el aficionado también. Incluso el Arco de la Calzada, al finalizar el partido, recibió intermitentemente a algunos aficionados que esperaban encontrar una fiesta que en muchos pases a finales anteriores sí se vio. Que era miércoles, que el boleto estaba caro, que aún no se gana nada. Pero en instancias anteriores, aficionados viajaron a Panamá, otros tantos a República Dominicana, cuando, entre comillas, “aún no se jugaba mucho”. Afortunadamente, quienes presenciamos la garra verdiblanca nos rompimos la garganta y las palmas alentando de principio a fin.
El segundo tiempo se llenó de nervios, antes y después del gol visitante. Los minutos pasaban y el sueño de avanzar estaba ahí, flotando encima de nosotros, lo respirábamos y casi podíamos palparlo. Con el tres a uno, el manicomio de Larcamón y sus miles de pacientes presentaron un episodio del síndrome de la locura de dos, contagiando a cada uno de los panzas verdes que se levantaron de su asiento para festejar lo que parecía la sentencia.
Los minutos finales, como no podía ser de otra manera, se podían sentir en los latidos del corazón que no cabía más en el pecho de uno. Mirar hacia los lados era ver rostros de emoción, angustia, esperanza, felicidad. Lágrimas contenidas cuando la pizarra del cuarto árbitro anunciaba los minutos agregados. No se podía con más. Y no entiendo como un aficionado puede volver y volver a arriesgar su estabilidad emocional por al menos noventa minutos, si es una sensación de desasosiego, desesperación y ansiedad que solamente se cura cuando el referee pita el final.
Entonces sonó ese silbatazo. Desde la tribuna no se escucha, pero los brazos al aire de los jugadores anunciaron que era definitivo: jugaríamos la final. Las manos a la cara, un llanto tímido y breve. Abrazos con desconocidos a los que al instante les amas para siempre, porque vivieron lo mismo que tú. El equipo frente a nosotros, cantando y saltando con una sonrisa enorme en la cara. Salta en el tablón, salta en el tablón, salta en el tablón, que vamo’ a salir campeón.
No sé si pude explicártelo, pero tampoco es necesario que lo entiendas. Tienes que sentirlo, tienes que vivirlo. Eso es el Club León.