Nacer León y no rugir

Una vez que naces en León, hay dos mandamientos que no puedes faltar:
1.- Defenderás y santificarás las Guacamayas.
2.- Honrarás cada quince días el estadio para apoyar a la Fiera.
El primer mandato lo cumplo con honores, entiendo y honro la complejidad indescriptible de ese duro atascado en un bolillo que se lubrica con una salsa tan improvisada como efectiva que es el pico de gallo.
Es en el segundo punto donde le fallé a mi ciudad. Me consta que lucharon, rogaron y hasta quisieron obligarme, pero no se pudo; nomás no le fui al León.
Primogénito en una familia futbolera, abuelos, tíos, padres, hasta los maestros y vecinos se empeñaron para que Jorgito fuera un panza verde como ninguno. Sí he de sincerarme, esa insistencia en mi infancia terminó por convertir el futbol en algo molesto. Hoy soy tan apasionado y aficionado como el que más, lo lloró y lo gritó de una forma fanáticamente ridícula, pero en mi niñez lo sufrí y es que como dice mi papá: ‘ahuevo ni los zapatos entran’.
Puede ser por orgullo, por nostalgia y un poco de autoengaño, pero mi jefe dice que de morrillo yo sí apoyaba al León, no hay manera de probarlo, lo que sí sé es que mis primeros recuerdos con respecto a los esmeraldas vienen acompañados de una sensación de imposición, de obligada afición, un desprecio al deporte cuando yo prefería estar jugando con mis Tortugas Ninja.
Cada quince días el soporífero martirio de la misa dominical se duplicaba con una innegociable visita al entonces llamado Nou Camp, y es que entre tanto agobio, Jorgito aún no había entendido lo que significa el futbol y su vida en un estadio.
Ya más grandecito me hice a la idea de que irle al León era similar a ser católico, no se podía escoger, no tenías que entenderle y es porque sí y porque te conviene.
Resignado, por ahí de los 9 años, todo cambió. Un domingo de futbol una cuadrilla de piratas escarlatas se apoderó de la cancha local y la onceava dirigida con maestría y ejecutada con irreverencia por un capitán guaraní de nombre José Saturnino Cardozo le puso un baile de aquellos a los esmeraldas. Una asombrosa exhibición que despertó en un niño el amor por el futbol.
Desde ese día, entre el rencor guardado con los años, la libertad ante lo impuesto y el amor a primera vista que a veces genera el futbol, comencé a seguir a un club que a finales de los 90’s se convertiría en el mejor equipo de este país, traicionando así a mi familia, a mi ciudad y a mis raíces.
Burlas, bullying y rechazo, en una ciudad tan futbolera, con un equipo con tanta identidad e historia, las circunstancias me llevaron a no aplaudirle a los de verde. Entendí de que de panza verde nomás tengo la panza y aunque soy de León, a mí no me creció melena.