La despedida del patriarca
"Lo cierto es que las retiradas de ciertos futbolistas que marcaron una época en un club también son conmovedoras para el hincha porque, de algún modo, clausuran ciclos de vida y aumentan la fea sensación del tiempo que pasa".
David Gistau para El Mundo.
El mejor adiós es el que no llega nunca. Esa es la realidad. Quisiéramos vivir en un cuarto eterno, como el taller de Melquiades en Cien años de soledad, donde José Arcadio Segundo descubrió que el tiempo se había atascado y que había dejado de correr.
En un lugar como ese, podríamos disfrutar eternamente del fútbol de nuestros ídolos. Ahí estaríamos viendo todavía a Maradona burlarse de los ingleses; veríamos el gol que no fue de Pelé; veríamos los remates imposibles de Van Basten y de Zidane, y estaría aún Juan Román Riquelme con la remera de Boca quitándose patadas y golpes con agilidad y talento inhumanos.
Pero el rincón más especial de ese cuarto increíble estaría reservado para los nuestros. Ahí veríamos a don Antonio Battaglia y al 'Capi' Montemayor levantar los cimientos del Club León. Podríamos atestiguar los lances inconcebibles del 'Cinco Copas' y los magníficos goles de Marcos Aurelio. Podríamos volver a presenciar la dupla mágica de Manuel Guillén y el 'Chepe' Chávez, y estaríamos llorando de alegría como en el 92, o de tristeza como en el 97.
Y quizás, si viviéramos en ese espacio mágico, no tendríamos que presenciar la despedida de Juan Ignacio González Ibarra.
'El tiempo pasa', le dijo Úrsula al coronel Aureliano. 'Sí, pero no tanto', le respondió su hijo.
Hoy quisiéramos que el tiempo no pasara tanto porque nos resistimos a decir adiós. Crecimos junto a Nacho González, lo vimos equivocarse mil veces en el campo, y mil veces lo vimos enmendarse. Estuvimos junto a él desde el principio, cuando se manchaba las calcetas en el fango de la Liga de Ascenso, y hasta el momento cumbre, cuando levantó el bicampeonato en Pachuca.
Estuvimos a su lado a lo largo de las lesiones que le arruinaron las rodillas. “Llegué a no disfrutar la vida”, dijo en algún momento el 'Corazón de León', y nosotros tampoco la disfrutamos en su ausencia. Perdimos una final, y solo nos quedó la incertidumbre de lo que hubiera pasado si él hubiera estado en el campo.
Y gritamos como nunca su regreso, porque más que un futbolista se convirtió en un símbolo para nosotros; en la prueba viviente de que podemos caernos, pero que si luchamos lo suficiente y no nos damos por vencidos, siempre podemos volver a levantarnos.
Hoy, a pesar de los cambios en el plantel y de la modernización del juego, todavía añoramos ver el dorsal 35 protegiendo una de las porterías del Nou Camp. Cuando Ambriz le da algunos minutos al final de los partidos, nos desbordamos en nostalgia y recordamos otros tiempos, de una década anterior, cuando juntos emprendimos un viaje que nos trajo hasta aquí.
Lo vemos en el campo y nos vemos a nosotros mismos diez años antes, en travesías incómodas en camiones destartalados, compartidos junto a diez o cincuenta o cien o mil dementes que como nosotros visitaban tierras extrañas y olvidadas por Dios, donde un nuevo equipo de la Liga de Ascenso recibía al glorioso Club León. Y desde entonces ahí estaba él, liderando la defensa, y nosotros pidiéndole que pusiera los huevos que nadie más sabía poner.
“Me entregué en cuerpo y alma”, dijo Nacho a principios de año, cuando anunció su retiro antes de que el coronavirus alargara su carrera seis meses más. Y no nos queda duda de que ha sido así, porque lo hemos visto con nuestros propios ojos: una vida dedicada al club; once años de cansancio, sufrimiento, frustración y dolor; pero también de gloria, de alegría, de órdagos y de conquistas.
Pero esa habitación eterna no existe, y debemos despedirnos del patriarca. El tiempo pasa para todos, esa es otra realidad, y todo llega a su fin. Ignacio González se va, y se llevará un pedazo de nosotros con él.
Sin embargo, tiene una oportunidad de oro, porque el Club León está hoy a seis partidos del octavo campeonato de su historia, y si los astros se acomodan y permiten que todo salga bien, Nacho dirá adiós, pero nos dejará un último legado de grandeza.
Ya no nos queda más que esperar lo que venga. Vendrán semanas largas que quisiéramos alargar un poco más solo para posponer una despedida inevitable. Marcel Beltrán lo explicaba mejor en una nota para la revista Panenka.
"Decir adiós, perderse de vista, es la forma de la vida que más llega a parecerse a la muerte", decía.
Tiene razón. Moriremos un poco cuando Juan Ignacio González Ibarra se despida del fútbol en diciembre. Y nos quedaremos apenas con recuerdos y con la vana esperanza de que por lo menos José Arcadio Segundo, en el taller de Melquiades, pueda revivir los triunfos que un día fueron nuestros...