El banderín

Estaba casi todo listo. La nena buscaba como loca la bufanda que va, siempre, junto a la foto del equipo del noventa y seis, aquel que no ganó nada pero obtuvo los primeros tres puntos de la campaña la misma noche que este mundo me vio nacer. Mientras tanto, yo apilaba los cojines del sillón según la foto que mostraba el orden del partido anterior.
Unas horas antes, justo una hora y ni un segundo más, comenzamos con este ritual. A la nena, está de más decirlo, le irrita montones. Pero ella sabe que los días cuando juegan los muchachos deben ser así. Y claro está, ella obtiene algo a cambio. Esta vez me pidió ir a bailar de noche. ¿Qué ganas de estar junto a cientos de personas sudorosas y ebrias?
Así, de mala gana, le prometí la salida mientras poníamos las cortinas color verde, abríamos todas las puertas del hogar, metíamos la cerveza a la heladera y corríamos tres veces la escalera de arriba abajo.
A partir de entonces, el ritual se volvía personal, en la habitación del banderín.
La primera vez que pisé una cancha de fútbol yo era un niño, siete u ocho años tal vez. Mi padre me llevó, con la playera puesta de su equipo: una camiseta blanca con una franja negra cruzaba su gran pecho, y sobre la franja el escudo al que amó cada minuto de su vida. En ese entonces vivíamos en otra ciudad, aquella donde mi padre y mi madre crecieron y se conocieron.
Fui hijo único, así que podría suponerse que resultaba ser, sobre todo, la adoración de mi padre. Y como todo papá enfermo del fútbol, deseaba como un legado, que yo fuera un loco por su equipo.
Entonces me llevó a esa vieja cancha, me compró un refresco de bolsita antes de entrar y conocí, con siete u ocho años, lo que era el fútbol.
Un campo verde y amplio. El estadio a media capacidad, y en un rincón un grupo muy pequeño de personas con un color distinto. Saltaban, según recuerdo, a pesar del sol enorme que cubría esa zona en especial.
Al medio tiempo fuimos al baño de los accesos y mi padre me dejó junto a la puerta, esperándole. De pronto, un sujeto venía tropezando y detrás de él, cinco hombres con la playera igual a la de mi padre, igual a la mía. Lo alcanzaron en el suelo, unos dos metros junto a mí y comenzaron a golpearlo.
Mi padre salió del baño al escuchar los alaridos y se unió al grupo mayor, que pateaba y golpeaba al muchacho en el suelo.
La policía llegó unos minutos después para detener la golpiza. El aficionado del equipo contrario chorreaba sangre del rostro.
Asustado y apretando la mano de mi padre, me acerqué y levanté el banderín color verde que yacía abandonado. Lo escondí mientras volvíamos a nuestro lugar. Ese día perdió el equipo de mi padre, pero por dentro yo me sentía bien. Pensaba que el chico golpeado al menos estaría feliz, pues su equipo, nuestro equipo, había ganado aquella tarde.
El cuarto del banderín tiene fotos de mi padre, recortes de periódico, revistas, pósters, playeras colgadas y demás parafernalia decorando el pequeño espacio. Por supuesto, el banderín, en el centro de la pared, y debajo las cenizas de quien me llevó por primera vez a una cancha de fútbol. Ese día se enfrentaban, en un partido intrascendente, el equipo nuestro y el equipo de mi padre, fallecido hace unos años.
Vengo aquí, le agradezco y le pido perdón, perdón por ser del verde.